Fiesta

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1986 - Aguafuerte y aguatinta 643 X 493

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El abanico de la maja es el redondel –oro y sombra– donde triunfa o muere el torero cada tarde. Se emperifolla la dama, a su diestra el tricornio de bigotes y flanqueada de público acezante, ávido de la sangre que se verterá en la arena, con el cruel paisaje de España eterna al fondo. El de la garrocha debilita el empuje del cornúpeta, enjambre de músculos y huesos, mortífero y mecánico engranaje, que se precipita como un huracán hacia el capote, buscando el vientre del torero, que es un vientre inerme de recién nacido, con su cordón umbilical aún palpitante. Relincha el caballo, intuyendo la muerte sobre sus flancos, y múltiples ojos aterrados, desprendidos de su complemento orgánico, convergen sobre el insólito espectáculo. ¡Ha de haber una muerte y tiene que ser pronto! La mujer prefigura la agonía y aquí, en este trance, es anuncio y solemne augurio de que habrá un títere de luces tendido horizontal sobre la plaza. Relinchará el caballo, eviscerado a través del peto protector, se sobrecogerá el entendido en la barrera y reirá la maja de peineta, indiferente a un dolor sincero, anónimo, el único en todo el graderío que prolongará sus lágrimas más allá de la tarde colorista y trágica. La muerte se ceba en su víctima entallada, graneada de piedras que son el reverso de los luceros que salpicarán el firmamento por la noche, mientras el cadáver, con un rictus de pudor y de inocencia, ve tremolar sobre su rostro la palidez amarilla de las velas. La mujer de peineta es la tentación del maletilla, que se creyó hombre al recibir la alternativa, cuando no era más que la víctima inocente que necesita asesinar la muchedumbre.

Ojos y más ojos convergen en la fiesta, pero es indiferente para el dolor la maja. Declina el sol a los pases del torero y va avanzando hacia el oscuro la nítida frontera que divide en dos el círculo callado. En seguida la noche cobrará su presa. ¡La noche empapada de la espesa sangre, confundidas y mezcladas las del animal y el hombre! Es segura la muerte de los dos. Rugen las gradas , señalando unánimes con el pulgar la tierra. El torero se sabe condenado, pero es tarde para dar la media vuelta. Es entonces cuando la fiesta, rito a la vez y sacrilegio, se viste con sus mejores galas y el torero, animado de un espíritu pagano, se ciñe al costado de la fiera y regala sus mejores pases a un público que ha venido a ver cómo moría. Entusiasmo, ovaciones, se pone en pie la plaza entera, se agitan los pañuelos, progresa un poco más sobre la arena la frontera de la muerte. Cruje la tela de infinitos abanicos, pero la de peineta permanece inmóvil. Muestra su seno pálido, apenas disimula la sonrisa. Ante su mirada ciega, poseída de un gozo de gusanos, se consumará la farsa.

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Dibujos publicados durante la década de 1950 en el diario Pueblo.
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