Pesadilla

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1962 - Aguafuerte 320 X 242

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Las pesadillas habitadas pueden ser de varias clases: con quimeras o tarascas, diablos con rabo, cuernos y tridente que parecen salidos de la guardarropía de un teatro, perros como el espurio y mítico de Baskerville, vampiros bajo la luna o en su cripta, rompecabezas absurdos y figuras geométricas gobernadas por leyes imposibles, que destruyen el paraguas protector de la razón. En algunas, aparecen gatos y son la evidencia de un desarreglo fisiológico, de una pesada digestión de grasas y licores, de un festín, cotidiano o tal vez excepcional, que degeneró en glotonería. Suelen ocurrir de sobremesa, descabezando un sueño ahíto de comida, mientras afuera, en la tarde encapotada, descarga la tormenta con relámpagos y truenos, prestando su efecto de terror a los durmientes. ¿La tormenta pertenece al sueño o es real? No se sabe y tampoco importa, componiendo el fondo pintado de la angustia. Las pesadillas con gatos equivalen a la factura onerosa con que, a lo largo de la tarde, se paga el doméstico menú que se comenzó a servir con ligereza y terminó produciendo ardor de estómago. Se fueron ya los invitados; o quizá, como el anfitrión, recordando los pecios desechados por el mar, tributen igualmente sus excesos, arrojados en divanes, canapés, en el propio suelo que cubre desgastada alfombra. Los gatos se quisieron refugiar de la tormenta y entraron en el tabuco del durmiente, agazapándose a sus pies.

Miraron fiero y maullaron, censurando la demasía del bulímico: éste rezongó y siguió durmiendo. Rugió la tempestad y los gatos se apretaron entre sí. Por encima de los tejados, más allá de las nubes, quería venir la noche. Pero la noche es ideal para el descanso y aquí no se trata de descanso, sino de trasudar lo que se ingirió con gula, refiriendo anécdotas procaces, acompañadas de groseras carcajadas. La pesadilla, no obstante, tiene su aquél de belleza y armonía, como todo lo que ocurre bajo el dominio de lo onírico, así se haya originado torpemente. Los gatos, que fueron adorados en el país del Nilo, co nservan en la pesadilla su aura sagrada, que les convierte en demonios familiares de los que dicen las leyendas que cumplen los cándidos deseos de sus dueños. Aquí están deseando hacer su parte, por eso aguardan y por eso se impacientan. Ruge la tormenta, la lluvia flagela con sus mínimos hilos los tejados y el viento sacude las cortinas. El dispéptico, con sus compañeros del banquete tirados como él sobre la alfombra, se revuelve pesadamente, queriendo despertarse y sin poder diferenciar vigilia y sueño.

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