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1989 - Acrílico/lienzo 500 X 400

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Soy la que ofrece la manzana del deseo, no confundir con la manzana de la Discordia –¡triste Paris, que al entregársela a Afrodita causaste la destrucción de los mejores guerreros frente a Troya!– ni con la que por curiosidad mordió la madre Eva. ¡Pero miento! Son la misma y única manzana: el regalo envenenado de los cuentos, que provoca la muerte de doncellas atrevidas que quieren emularme; el fruto con que yo, la mujer, pierdo a los hombres, del que llevo repleta la bandeja sobre la cabeza del carnero, símbolo de la obstinación y la estulticia, mis mejores y secretas aliadas. Yo vengo de la sombra, de la noche, me perfumo con el aroma de las hierbas salvajes que crecen en el bosque, entre los árboles espesos, y que las brujas recolectan atendiendo a las fases de la luna. Ésta, la luna, soy yo misma, la que para su perdición cantaron los poetas y que peina cabellera de celestes nubes, donde sueñan los hombres en entrelazar sus dedos. Mi tarea consiste en llevarlos a la tumba, consumando mi hechizo seductor. ¡Húmedo reino de limacos, de terrestres caracoles que dejan su rastro de plata sobre el musgo de las lápidas! Soy la inalcanzable, la que ríe en el límite del sueño y, apenas entrevista en la foresta, huye descalza sin herirse los pies en los abrojos y vestida de azuladas gasas hurtadas a la niebla, conduciendo al viajero a lugares que sólo frecuentan alimañas.

¡Todos sin excepción lloran al comprender que se han perdido! Surjo también en la penumbra de las casas, allí donde los hombres se detienen a la caída de la tarde, añorando difusamente mi presencia. Es entonces, en ese fugaz y desarmado instante, cuando cobro mis mejores presas. El alma del hombre resulta encadenada para siempre. ¡Cándidas mujeres que permitís esas quimeras! Vuestra rival no se encuentra en plazas y teatros, sino en la quietud de los hogares, en la silenciosa estancia de la que acaba de retirarse el sol, temeroso de mi empuje, infinitamente más poderoso que el suyo. Si perdí la sagrada Ilión por la torpeza del afeminado Paris; si, vestida de serpiente, arrojé del Paraíso a vuestra estirpe, que gime desde entonces agobiada de miserias, con mayor razón me entretendré en lo que para mí es un simple juego. Aunque a ratos, lo confieso, me fatigo. Quisiera alejarme de selvas y umbríos manantiales que discurren bajo el túnel de apretadas ramas y salir inerme al valle, deteniéndome a contemplar la mies acunada por la brisa. Y restañar el sudor de quienes acuden a trabajar la tierra. Pero mi condición fatal se impone. Como la túnica que entregó el centauro Neso a Deyanira, celosa mujer del esforzado Heracles, mi pañuelo abrasa la frente campesina. Los gritos de horror me hacen huir. Regreso a mi escenario, que es la negrura, la noche, los rincones, el otro lado del azogado espejo. Aguardo sin impacientarme la ocasión. Verde y jugosa, entrego de nuevo la manzana.

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Dibujos publicados durante la década de 1950 en el diario Pueblo.
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